Por Laura de la Rosa.
El pasillo tenía la humedad de toda la
Mesopotamia junta. Las paredes, que databan de principios del siglo pasado
dibujaban historias de años y años. Capas de pintura de diferentes colores, de
diferentes dueños, mostraban el transcurso del tiempo, como las paredes del
Valle Pintado dibujando el paso de la vida.
Nunca presté atención a lo que me
querían contar. El pasillo era turbio y oscuro. Lo veía como parte de un camino
a recorrer para llevarme al mundo que me rodeaba. Hasta esa tarde en que las
vueltas del destino me dejaron allí, y fue la primera vez que presté atención a
todo lo que esas paredes decían.
La imagen que apareció ante mis ojos no
me sorprendió al comienzo, solo se veía una mano, pequeña, de niña o quizás una
mujer muy joven. Los dedos largos de piel muy blanca daban la sensación de un
tersura extrema. Tenía un anillo en el anular y una pulsera de pequeñas
piedras. Creí que era una alucinación, algo que formó mi mente luego de estar
sentada una hora sin poder abrir la puerta de mi casa, con la mirada fija en
las manchas de la pared. Creí que era la percepción de figuras que no existen
pero que forman un todo armado, algo así como mirar las nubes y descubrir las
imágenes más inverosímiles con forma de algodón de azúcar.