Por Claudia Medina Castro.
(basado en «Mara»)
Guerra.
El fin del mundo.
El Apocalipsis.
El fin de los tiempos.
¿Otra vez?
Mara recorría los ambientes en
busca de silencio total.
Hasta en el living octogonal que
estaba justo en el centro del departamento oía voces lejanas que parecían venir
de la alfombra añil, o tal vez de sus propias paredes.
¿No alcanzó con la última masacre,
en la que se mutilaron sin piedad entre
vecinos? ¿Entre familia?
Ya quedaban pocos y aislados.
Pero todavía quedaban. No eran gente. Eran aglomerados de genes estancados,
ingrávidos e inmutables, capaces de cualquier cosa para apoderarse del espacio
y de las ideas ajenas.
De las ideas principalmente.
Esa compulsión esquizoide no
pudo erradicarse con el Apocalipsis. Continuó esparciéndose por contagio y los
afectados andaban diseminados por lo poco que quedaba de la ciudad.
Luego, el agua salada. Todo el
mar y sus Dioses implacables alrededor de la enorme isla de cemento, verdosa de
humedad.
Entonces Mara se encerró en los
altos. Quería conservar ciertas ideas que la inspiraban para seguir viviendo.
Con el afán de olvidar el horror
que sus propios ojos atestiguaron, cultivó ideas de Amor y Tolerancia, ideas de
Generosidad y Comprensión.
Sabía que serían envidiadas
hasta el crimen, obviamente incluyendo sus estadios anteriores; léase maltrato,
agresión, calumnia, insultos y demás degradaciones.
Envidia que ya hacía rato era
moneda corriente. Tan corriente como los riachuelos de sangre en los que los
animales resbalaban, hasta que el tiempo los fue secando y convirtiendo en unos
fósiles más.
Hasta la serenidad era
perseguida. Y ni hablar del silencio, o la creatividad…
Lo que pocos llegaron a saber,
es que esas ideas que ella protegía y alimentaba con pasión eran inspiradas por
esos ojos grises que el viento le traía cada noche…