miércoles, 17 de diciembre de 2014

Winner


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por José Luis Bethancourt.

Desde que tengo memoria mi padre era una persona que no podía estarse quieta. Su tiempo libre ni siquiera podía llamarse así porque siempre estaba ocupado. Alguien lo definió como “culo eléctrico”, algo que le hacía gracia y de lo cual estaba orgulloso porque definía mucho de él.
Gustaba de recorrer lugares de interés turístico y cultural para calmar su ansia de conocimiento y completar su voluminoso álbum de fotografías. Y me eligió como su compañero de andanzas siempre que era posible.
Así  fue que de su mano recorrí museos, teatros, parques, cines y zoológicos. Y el Zoo de Palermo en la ciudad de Buenos Aires era uno de esos sitios que habíamos visitado más de una vez y estaba en la lista de mis sitios favoritos.
Me fascinaba especialmente ir a visitar a Winner. Era un oso polar enorme y tranquilo aunque los cuidadores comentaban que era de temperamento nervioso. Yo no sabía qué significaba eso, pero aunque lo escuché muchas veces no le di importancia. Para mi eran cosas de grandes nada más.
La primera vez que lo vi tenía cinco años. No, el oso no sé. Yo tenía cinco años. Puse mi cara contra el vidrio de su recinto y daba golpecitos con una moneda. De repente tenía su cara frente a mí, observándome con sus enormes y oscuros ojos. Los otros niños que estaban cerca se alejaron del vidrio, temerosos, pero yo me mantuve ahí. No tenía miedo.
Cuando papá se alejó unos metros, buscando un buen ángulo para su toma fotográfica, puse mi mano abierta sobre el vidrio y pensé “qué lindo sería que fuéramos amigos”. En ese instante Winner meneó su cabeza de arriba abajo, como si hubiera leído mis pensamientos. No cabía dentro de mí por la sorpresa y la duda. Entonces dije en voz baja “¿Quieres ser mi amigo?” y nuevamente el oso asintió con su cabeza. Ya no tenía dudas: Winner podía entenderme.
En pocos minutos papá vino a buscarme para seguir recorriendo el Zoo, pero no quería abandonar mi puesto frente al vidrio. “Está bien, quedémonos cinco minutos más y luego seguimos. Es temprano, luego regresamos. ¿Te parece?” dijo papá.
Esos cinco minutos marcaron toda mi vida. Todo alrededor desapareció y me sentí transportado a otro mundo donde todo era azul y donde montaba a Winner para recorrer grandes llanuras de hielo y nieve. Del otro lado del vidrio mi amigo nadaba, hacía piruetas, salía del agua y luego se zambullía suavemente para deleite de los visitantes. Pero yo sabía que hacía todo eso solo para mí. Trababa de decirme algo y me propuse descubrir de qué se trataba.
Con esa idea ocupando toda mi mente me dejé llevar por todo el Zoológico el resto de la tarde tratando de mostrar que me interesaban las graciosas suricatas, las correrías de los ciervos o las acrobacias de los monos. Quería volver lo antes posible a la osera, pero también quería darle el gusto a papá y acompañarlo.
Una hora antes del cierre volvimos a ver a Winner. Estaba tumbado a un costado del agua. Cuando me vio se levantó pesadamente, se zambulló y vino directo adonde yo estaba. Nadie pareció darse cuenta que cuando yo hablaba él trababa de comunicarse moviendo sus patas y su cabeza. Y así pasó el rato hasta que vinieron los cuidadores a avisarnos que el Zoo cerraba sus puertas.
Durante los próximos años insistí a papá muchas veces en volver, y así conseguí que cada dos meses me llevara a visitar a mi amigo. Cuando yo decía así “vamos a ver a mi amigo” mi padre sonreía contento por mi entusiasmo, pero nunca me animé a contarle que podíamos comunicarnos.
Me llevó cerca de dos años construir nuestro lenguaje por señas y así conocí su historia. Winner había sido traído del polo norte cuando tenía menos de un año, extrañaba a su familia y el océano. Estaba aburrido de la dieta que le impuso el veterinario y de escuchar a la gente tras el vidrio protestar porque se movía poco.
Muchas veces tuve el deseo de romper ese vidrio y dejarlo correr hacia su libertad, pero me daba cuenta que sin un plan no podría ayudarlo. Pasé muchas horas pensando en cómo lograr regresarlo al polo norte y anotaba mis ideas en un cuaderno.
La última vez que lo visité fue en los primeros días del verano de 2012, cuando le conté mi plan magistral para liberarlo y que se reencontrara con su familia. Era un plan genial, loco y audaz. Aprovecharíamos su fuerza y mis conocimientos de la ciudad.
De esto hace unos cuarenta años. Luego del funeral de mi padre fui a su casa y estuve ordenando sus álbumes de fotografías que siempre cuidó como su tesoro. Y encontré esta fotografía junto a un recorte de periódico del 26 de diciembre de 2012. ”Murió Winner, el último oso polar del Zoo”. Aquel verano fue el que visité el Zoo.
Pero hay algo más. Al fondo de su baúl de recuerdos papá conservaba mi cuaderno donde estaban mis planes de rescate, seguramente esperando que yo los encontrara. El sabía que nunca acepté la muerte de mi amigo, y que quise creer que finalmente había regresado a su hogar.
Esa es la razón, querido hijo, por la cual nunca te llevé al Zoo. Mañana iremos y deseo que pongamos la mano abierta sobre ese vidrio, porque la magia existe y… ¿quién sabe? Tal vez Winner quiera conocerte…


3 comentarios:

  1. Excelente, José.
    Muy triste, muy sentido, un relato que te llega al corazón. Me encantó cómo manejaste esa mezcla de ficción y realidad. El final, asimismo, sorprende (para bien) con su llegada y realza aún más el texto.
    En fin, disfrutada mucho su lectura.
    ¡Saludos!

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    1. Cuando llegó la noticia de la muerte de Winner me puse muy triste porque era uno de los animales que siempre visitaba con mi hijo, quien es el que está en la foto. Hay una ficción que intenta mirar a un futuro plausible, pero con un un final feliz. Gracias Juan Esteban!

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  2. Hola. Por un momento te creí, me dejé llevar por tu niño mágico y porque no? quien puede asegurar que ese diálogo no fue real.
    Muchas gracias José Luis

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