Por Claudia Medina Castro.
Desesperada.
Desesperación hecha
tiempo. Horas, meses, minutos.
Nada que decir.
Mi cabeza necesitaba algo
que tanto calor no lo permitía.
.
Días.
Miles de días
trastornados, bochornosos, rodeados de espejismos.
Nada que hablar.
Solo esperar ocasos
sangrientos con los ojos mudos llenos de espera.
Y una tela gigante
gritando ideas, en silencio total.
.
Tiempo de cuadros a media
asta, sufriendo de incomunicación.
.
.
Los Bajos nunca fueron mi
fuerte. Aun así, elegí uno de esos lugares para nacer.
.
Bajos pendulantes, como
una cuna meciéndose al compás de un río marrón claro, empujado una y otra vez. Como
si oliera mal.
Alejándose.
Tanto, que ya no podría
decir que nací en el Bajo.
.
.
Porque, en realidad, soy
de los Altos.
Los Altos tan altos que
no tienen contacto real con tierra alguna.
Altos que embriagan con su
ingravidez.
Altos que apenas
recuerdo.
.
Algunos dicen que están a
la vista en mis fotos, en mi make up,
en mi forma de calzar.
Y en mi mirada buscando
el cielo.
No sé.
Sé que recuerdo de ese día, uno de esos que llegan después de muchos, que algo oculto se hizo ver.
Una cinta amarilla llegó
a mis manos, enfermas de aburrimiento.
Y esa tela suave y
brillante las envolvió.
Y las hizo sentir muy
bien.
.
Inmediatamente sentí algo
así como una enorme subida energética, inesperada, de tanto esperar.
Ansiada, hasta casi el
olvido.
.
Naturalmente, me dejé
llevar por su corriente iluminada.
Un camino empinado que,
mientras avanzaba, se transformó en una rústica escalera.
Y trepé, agarrándome con mis
manos nuevas, hasta el lugar adecuado.
Lo sabía. Mi sangre lo
sabía.
.
Una vez ahí, todo salió
parejito.
Estoy en órbita, en mi
salsa. Punto caramelo. Todo liso.
Genial.
.
.
Pero, ¿por qué me tironean
los bajos?
Me tiran para abajo y me
embarran con su suelo pesado y gomoso.
Algo en mí sabe que soy
su alimento. Literal.
.
Anidar en un
estacionamiento diez metros bajo el nivel del mar siempre fue algo conocido y
estable en algún punto.
Aunque agobiante.
.
De vez en cuando aparecía
una corriente gelatinosa y espiralada que me incitaba a flotar un poco, liberándome
parcialmente de algunos que otros preceptos y grillos.
Aunque no siempre pude
asirla lo suficiente.
Lo gomoso resistía con
fuerza considerable.
Y poner primera era una tarea
brutalmente áspera.
.
Ante la aspereza es fácil
renunciar.
Es lo más conveniente.
.
Pero la sangre fluye, caracoleante,
más allá de todo.
Es nuestra esencia. Nuestro
designio.
.
Y aunque el licor haya
jurado que nunca te dejará, y esa música ligera prometa ser la última en tus
oídos, la vida se impone.
Porque puede.
Y trepa.
Y trepana estratos de
décadas perdidas, y profana miles de sórdidos anhelos.
.
Trepa, atravesando todo.
Sin descartar nada.
Y sigue hasta llegar a una
altura que no conoce de medidas ni de tiempos.
.
.
Dejando mucho ADN en piedras
rasguñadas, y todo lo no hecho en escalones descoloridos y enclenques, llego al
sector más adecuado para poder despegar.
Llegué a la Azotea.
.
Ahora sí, me siento en
casa.
.
.
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