miércoles, 13 de mayo de 2015

Volviendo y trepando




Por Claudia Medina Castro.

Desesperada.
Desesperación hecha tiempo. Horas, meses, minutos.
Nada que decir.
Mi cabeza necesitaba algo que tanto calor no lo permitía.
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Días.
Miles de días trastornados, bochornosos, rodeados de espejismos.
Nada que hablar.
Solo esperar ocasos sangrientos con los ojos mudos llenos de espera.
Y una tela gigante gritando ideas, en silencio total.
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Tiempo de cuadros a media asta, sufriendo de incomunicación.
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Los Bajos nunca fueron mi fuerte. Aun así, elegí uno de esos lugares para nacer.
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Bajos pendulantes, como una cuna meciéndose al compás de un río marrón claro, empujado una y otra vez. Como si oliera mal.
Alejándose.
Tanto, que ya no podría decir que nací en el Bajo.
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Porque, en realidad, soy de los Altos.
Los Altos tan altos que no tienen contacto real con tierra alguna.
Altos que embriagan con su ingravidez.
Altos que apenas recuerdo.
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Algunos dicen que están a la vista en mis fotos, en mi make up, en mi forma de calzar.
Y en mi mirada buscando el cielo.
No sé.
Sé que recuerdo de ese día, uno de esos que llegan después de muchos, que algo oculto se hizo ver.
Una cinta amarilla llegó a mis manos, enfermas de aburrimiento.
Y esa tela suave y brillante las envolvió.
Y las hizo sentir muy bien.
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Inmediatamente sentí algo así como una enorme subida energética, inesperada, de tanto esperar.
Ansiada, hasta casi el olvido.
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Naturalmente, me dejé llevar por su corriente iluminada.
Un camino empinado que, mientras avanzaba, se transformó en una rústica escalera.
Y trepé, agarrándome con mis manos nuevas, hasta el lugar adecuado.
Lo sabía. Mi sangre lo sabía.
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Una vez ahí, todo salió parejito.
Estoy en órbita, en mi salsa. Punto caramelo. Todo liso.
Genial.
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Pero, ¿por qué me tironean los bajos?
Me tiran para abajo y me embarran con su suelo pesado y gomoso.
Algo en mí sabe que soy su alimento. Literal.
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Anidar en un estacionamiento diez metros bajo el nivel del mar siempre fue algo conocido y estable en algún punto.
Aunque agobiante.
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De vez en cuando aparecía una corriente gelatinosa y espiralada que me incitaba a flotar un poco, liberándome parcialmente de algunos que otros preceptos y grillos.
Aunque no siempre pude asirla lo suficiente.
Lo gomoso resistía con fuerza considerable.
Y poner primera era una tarea brutalmente áspera.
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Ante la aspereza es fácil renunciar.
Es lo más conveniente.
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Pero la sangre fluye, caracoleante, más allá de todo.
Es nuestra esencia. Nuestro designio.
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Y aunque el licor haya jurado que nunca te dejará, y esa música ligera prometa ser la última en tus oídos, la vida se impone.
Porque puede.
Y trepa.
Y trepana estratos de décadas perdidas, y profana miles de sórdidos anhelos.
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Trepa, atravesando todo. Sin descartar nada.
Y sigue hasta llegar a una altura que no conoce de medidas ni de tiempos.
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Dejando mucho ADN en piedras rasguñadas, y todo lo no hecho en escalones descoloridos y enclenques, llego al sector más adecuado para poder despegar.

Llegué a la Azotea.
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Ahora sí, me siento en casa.
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