miércoles, 27 de mayo de 2015

Niña del agua




Por José Luis Bethancourt.

Las luces amarillentas se difuminaban entre la bruma del río y el aire se llenaba de los sonidos de maniobras ferroviarias, metales que chocaban, chirriar de acero contra acero, gritos y órdenes contestadas muchas veces entre risas. El olor a hierro, aceite y combustible se mezclaba con el de la fritanga de los pescadores que aprovechaban el momento para hacer una pausa intercambiando anécdotas y exageraciones sobre el tamaño de los dorados conseguidos mientras el mate pasaba de mano en mano.
Todos los ruidos del embarcadero se callaron cuando el Ferry comenzó su lenta marcha. El viejo motor diesel parecía un gran gato ronroneando mientras serpenteaba sobre el Paraná. Las siluetas oscuras de los árboles sobre la costa semejaban gigantes guardianes de la Tierra. Grillos, ranas, aves y monos competían con el sonido de los motores en una extraña sinfonía.
Buscando un lugar tranquilo llegué a la popa. Apoyé mis brazos y mi mentón sobre la baranda para contemplar las aguas revueltas por el giro de las hélices. De pronto sentí que tiraban de mi ropa tratando de arrastrarme hacia el río. Quise gritar pero no lograba articular palabra. Emergiendo del agua una niña de largos cabellos plateados se aferraba a mi ropa. Sus grandes ojos celestes se fijaron en los míos y escuché, sin que moviera sus labios, una súplica. “¡Sálvame…sálvame!”
No sé cuánto tiempo estuve forcejeando, sentía desvanecerme y estuve tentado de dejarme caer y acompañar a los camalotes que flotaban como grandes balsas en la corriente. La lucha por liberarme era inútil, ahora sus cabellos rodeaban mi cuello y casi no podía respirar. Ya no distinguía el agua, ni la orilla, todo era una densa oscuridad. Sentía el sudor correr por mi rostro y la boca seca.
Sentí la voz de mi padre —“¡José! ¿Qué pasa?”— mientras desenredaba mis pies de las sogas y me ponía de pie. Una luz en mi rostro me encandilaba y yo sólo quería respirar y llorar. Refregué mis ojos y al aclarar la visión los rostros de mi familia y varios extraños me observaban.
Yo balbuceaba tratando de contarles que una sirena quiso ahogarme mientras me miraban con incredulidad. Mi padre me reprendió “Déjate de tonterías, te has quedado dormido y tuviste un mal sueño. Esto es culpa de tu madre que te deja llenarte la cabeza con todos esos cuentos que lees. Búscala y ve con ella que ya debemos irnos”.
El Ferry estaba detenido y amarrado en el puerto. Mi madre me esperaba cerca de la proa. Vi en sus ojos que sabía lo que me había ocurrido y era la única que me creía. Me peinó con sus dedos y mientras guardaba disimuladamente un largo cabello plateado que tomó de mi ropa llevó su dedo a los labios indicándome que no dijera nada más…


miércoles, 13 de mayo de 2015

Volviendo y trepando




Por Claudia Medina Castro.

Desesperada.
Desesperación hecha tiempo. Horas, meses, minutos.
Nada que decir.
Mi cabeza necesitaba algo que tanto calor no lo permitía.
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Días.
Miles de días trastornados, bochornosos, rodeados de espejismos.
Nada que hablar.
Solo esperar ocasos sangrientos con los ojos mudos llenos de espera.
Y una tela gigante gritando ideas, en silencio total.
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Tiempo de cuadros a media asta, sufriendo de incomunicación.
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Los Bajos nunca fueron mi fuerte. Aun así, elegí uno de esos lugares para nacer.
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Bajos pendulantes, como una cuna meciéndose al compás de un río marrón claro, empujado una y otra vez. Como si oliera mal.
Alejándose.
Tanto, que ya no podría decir que nací en el Bajo.
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Porque, en realidad, soy de los Altos.
Los Altos tan altos que no tienen contacto real con tierra alguna.
Altos que embriagan con su ingravidez.
Altos que apenas recuerdo.
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Algunos dicen que están a la vista en mis fotos, en mi make up, en mi forma de calzar.
Y en mi mirada buscando el cielo.
No sé.
Sé que recuerdo de ese día, uno de esos que llegan después de muchos, que algo oculto se hizo ver.
Una cinta amarilla llegó a mis manos, enfermas de aburrimiento.
Y esa tela suave y brillante las envolvió.
Y las hizo sentir muy bien.
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Inmediatamente sentí algo así como una enorme subida energética, inesperada, de tanto esperar.
Ansiada, hasta casi el olvido.
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Naturalmente, me dejé llevar por su corriente iluminada.
Un camino empinado que, mientras avanzaba, se transformó en una rústica escalera.
Y trepé, agarrándome con mis manos nuevas, hasta el lugar adecuado.
Lo sabía. Mi sangre lo sabía.
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Una vez ahí, todo salió parejito.
Estoy en órbita, en mi salsa. Punto caramelo. Todo liso.
Genial.
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Pero, ¿por qué me tironean los bajos?
Me tiran para abajo y me embarran con su suelo pesado y gomoso.
Algo en mí sabe que soy su alimento. Literal.
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Anidar en un estacionamiento diez metros bajo el nivel del mar siempre fue algo conocido y estable en algún punto.
Aunque agobiante.
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De vez en cuando aparecía una corriente gelatinosa y espiralada que me incitaba a flotar un poco, liberándome parcialmente de algunos que otros preceptos y grillos.
Aunque no siempre pude asirla lo suficiente.
Lo gomoso resistía con fuerza considerable.
Y poner primera era una tarea brutalmente áspera.
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Ante la aspereza es fácil renunciar.
Es lo más conveniente.
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Pero la sangre fluye, caracoleante, más allá de todo.
Es nuestra esencia. Nuestro designio.
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Y aunque el licor haya jurado que nunca te dejará, y esa música ligera prometa ser la última en tus oídos, la vida se impone.
Porque puede.
Y trepa.
Y trepana estratos de décadas perdidas, y profana miles de sórdidos anhelos.
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Trepa, atravesando todo. Sin descartar nada.
Y sigue hasta llegar a una altura que no conoce de medidas ni de tiempos.
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Dejando mucho ADN en piedras rasguñadas, y todo lo no hecho en escalones descoloridos y enclenques, llego al sector más adecuado para poder despegar.

Llegué a la Azotea.
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Ahora sí, me siento en casa.
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miércoles, 6 de mayo de 2015

El mundo es un lugar extraño




Por Bibi Pacilio.

Después de que las cucarachas invadieron la azotea, los ocho, sin mediar palabras, comenzamos a pensar en el exilio. Fui la última en irme.
No fue fácil olvidar, tampoco arrastrarme hacia abajo pero el aire estaba tan caliente que al abrir la puerta de hierro por primera vez sentí que estaba haciendo lo correcto.
Lo cierto es que el mundo es un lugar extraño pero esta vez había desaparecido. Ninguna calle, ni árboles ni sombras ni siquiera la mía poblaban aquella desolación instalada entre mis huesos. ¿Dónde estaban todos? ¿Por qué hasta los pájaros habían desaparecido?

Me detuve cuando el agua había alcanzado mis rodillas. Tendría que nadar, sumergirme en aquel extraño mar que lo abarcaba todo. Buscar algún tronco perdido que me sirviera para descansar. Sobrevivir.
Sabía que el “generador de partículas” podía fallar, pero ninguno de nosotros escuchó la explosión y ahora nos habíamos convertido en los únicos sobrevivientes de la Tierra. Elegidos por algún extraño designio, polizontes de nuestro propio destino.
¿Habría otros?
Algo ocurrió cuando un magnético viento me liberó del cansancio del sin rumbo y me escupió con todas sus fuerzas contra una puerta de hierro.
La misma de siempre, la que pensé a miles de kilómetros volvía una y otra vez ante mis ojos para señalarme el camino. Mojada, y con miles de preguntas sin contestar me aferré con todas mis fuerzas contra la pared de cemento hasta que una de entre ocho manos conocidas me sujetaron de nuevo.
Estábamos todos, allá arriba, festejando el fin de las últimas cucarachas.